La juventud, esa
estación propensa
a las mitologías
y los énfasis,
es un reino
inclemente. Los dueños de este mundo,
en su poder
quimérico, no saben
en qué consiste
el don de la piedad.
Los príncipes ilusos
disipan su energía
por el simple
placer de disiparla.
En pago de esos
años, yo sostuve
una fe
inquebrantable en la superstición,
un ridículo
afecto hacia la fuerza.
Las perennes batallas de la carne
nos vuelven
artefactos vanidosos,
máquinas de
idiotez.
Era un insulto
despertar la
mirada compasiva
de nuestros
semejantes. El desprecio,
las pasiones
furiosas, resultaban
una restitución
sentimental.
Después se ocupa
el tiempo de calmar nuestra fiebre
nos descubre
cierta sabiduría
razonable,
una ciencia indulgente
para los demás
y para con
nosotros, el oficio
de vagar
asombrado entre las cosas.
Y la piedad, así,
cobra en su médula
su ensalmo
redentor, su temperada música
se aquilata benéfica
en su nervio.
Resplandece su
puro gesto humano,
cuando lo humano
adquiere carácter de pureza.
Compadecerse
entraña un largo aprendizaje,
la justa
equivalencia de vivir.
Dolernos con el
mundo, y afligirnos
con todo lo que
sufre, porque somos
exactamente todo
lo que sufre,
es
cuanto deberíamos llegar a merecer.
Esa misericordia
significa
la variedad
sublime de nuestra inteligencia.
Carlos Marzal Metales pesados Tusquets 2001